jueves, 3 de octubre de 2013

Reflexiones en torno de eso que llaman relaciòn educativa


Hace tiempo que considero que el vínculo ha de ser una —si no la— herramienta que marca la diferencia en el proceso socioeducativo que emprendemos junto a cada educando.

No hay recetas ni contenidos procedimentales que aseguren la certeza de un encuentro genuino con cada uno/a de ellos/as, solo la imprescindible presencia de aquellos recursos que, como profesionales, ponemos en juego para garantizar la dimensión ética de nuestra intervención.

Pero ¿qué habilidades, qué engranajes, qué estrategias, acciones, propuestas o ideas desarrollamos para lograrlo? Son tan variadas como educadores, educadoras, educandos y relaciones educativas se construyan.

Lo cierto es que, como expresa Gomes Da Costa, la mera presencia del educador o educadora no basta para establecer una relación educativa: sin compromiso, implicación y el deseo de hacerla posible, solo se reduciría a una coexistencia superflua, a un "atender desde atrás del escritorio", que tal vez nos evitaría algún que otro dolor de cabeza, pero también nos alejaría de la posibilidad de acompañar trayectorias educativas en las que los cambios sean posibles.

Involucrarnos no significa lanzarnos —así sin más— a un vínculo desprovisto de rumbo, intencionalidad, objetivos y objetividad. Implica ser conscientes de que construirlo exigirá esfuerzo, avances y retrocesos, empatía, cuestionamientos, acuerdos y desacuerdos, como en toda experiencia que entraña semejante complejidad.

La práctica nos va dejando ciertas certezas. Siempre pienso, por ejemplo, que forzar no es lo mismo que forjar, aunque sean palabras tan parecidas. Y es que a veces creemos que el solo hecho de ocupar un rol institucional facilitará las cosas y hará por nosotros el trabajo más arduo. Sin embargo, ese rótulo que representa lo que hacemos también nos compromete a demostrarlo, no solo ante los desafíos mayores, sino sobre todo en las pequeñas acciones cotidianas: esas que van moldeando los cimientos sobre los que podrá sostenerse la relación educativa.

Una relación que nos expone: a estar presentes, a escuchar, a detenernos, a interesarnos tanto por las pequeñas anécdotas como por las grandes hazañas; a reírnos con y de nosotros mismos —sabiendo que seremos muchas veces el centro de burla—; a enojarnos y aprender a desenojarnos, a dar el primer paso casi siempre; a decir muchas veces que no, a ser "el malo de la película", pero también a estar allí para recomponer, para contener, poniendo en juego el componente afectivo.

Saber cuándo actuar y cuándo no, estar convencidos, aprender a esperar, ser constantes y, sobre todo, disfrutar. Aprovechar esas oportunidades cotidianas para crear un sendero firme que nos permita ir, cada vez, un poco más allá, pero pisando sobre seguro.

Existen, por supuesto, muchas otras consideraciones y maneras de ser y actuar que nos atraviesan no solo como profesionales, sino como personas. Pero lo importante es ser capaces de problematizarlas, autoevaluarnos, seguir formándonos, intercambiar con otros y resignificar el alcance y el impacto de cada una de nuestras intervenciones. Solo así podremos confiar un poco más en nuestra asertividad como educadores y educadoras.



Bibliografìa

Gomes Da Costa, A. C.  Pedagogía de la presencia.  Introducción al trabajo socioeducativo junto a adolescentes en dificultades.  Losada.  Bs. As.  1995