"Todo muro, es una puerta" Emerson
Hay conceptos que, como educadores y educadoras sociales, llevamos casi incorporados en la piel. Uno de ellos —aunque a veces no lo pongamos en palabras— es el de creatividad.
En nuestra práctica cotidiana, más de una vez nos toca enfrentarnos a situaciones inesperadas, resolver conflictos, repensar nuestras estrategias, resignificar intervenciones y, sobre todo, buscar caminos alternativos. Y es en ese hacer constante donde entra en juego algo fundamental: nuestro potencial creativo, que no solo nos permite adaptarnos y reinventarnos, sino también hacer que la tarea sea más rica, más humana, más significativa.
Ahora bien, ¿la creatividad se tiene o se aprende? Según el especialista Dean Simonton, un 20 % de la creatividad está determinada por factores genéticos. Es cierto: hay personas con una gran apertura a la experiencia, un rasgo común en quienes tienen perfiles creativos. Pero la buena noticia es que el otro 80 % depende del entorno, del estímulo, de un contexto que favorezca su desarrollo. Es decir: la creatividad se cultiva.
Y entonces, ¿qué hace a una persona creativa? Algunas de las características más mencionadas son la flexibilidad, la originalidad, la tolerancia a la ambigüedad, la perseverancia, la curiosidad por aprender, la capacidad de concentración, la intuición y una mirada amplia, capaz de conectar saberes diversos. Tal vez no tengamos todo esto en simultáneo —o nos cueste reconocérnoslo—, pero sí podemos desarrollarlo con práctica y conciencia.
Un paso clave es superar nuestras propias barreras internas. Esas frases que nos repetimos: “esto no es lo mío”, “mejor no lo intento”, “seguro me sale mal”. El miedo al ridículo, al error, a lo que dirán los demás, nos paraliza más de lo que creemos. Y sin embargo, equivocarse es parte esencial del proceso creativo. Animarse al error es animarse al crecimiento.
La creatividad, además de ser una herramienta de crecimiento personal y profesional, es una potente aliada en nuestra tarea con l@s educand@s. Nos da recursos para acompañar procesos de aprendizaje, para adaptar propuestas, para imaginar otras formas de hacer escuela, de generar vínculo, de sostener presencia.
Trabajar el pensamiento creativo implica fomentar el pensamiento divergente: buscar múltiples soluciones para un mismo problema, abrir el juego a nuevas posibilidades, animarse a explorar caminos no recorridos. Actividades que lo estimulan hay muchas: formular preguntas abiertas, ampliar el vocabulario, jugar con los porqués, incentivar el uso de la imaginación, la expresión, el trabajo colectivo. La creatividad no se limita al arte: está en el modo en que abordamos lo cotidiano.
Y para que eso ocurra, necesitamos crear ambientes educativos que habiliten, que alienten a probar, a explorar, a equivocarse y volver a intentar. Ambientes con apertura, con flexibilidad, con refuerzos positivos y con estímulos constantes. Porque cuando promovemos la creatividad, estamos también promoviendo un desarrollo más integral, más libre y más pleno en nuestros niños, niñas y adolescentes.
