jueves, 22 de octubre de 2015

Educadores/as sociales con derecho al desgaste.



Parecería que, como educadores y educadoras, tenemos la obligación de ser indestructibles.
Muchas veces somos el pilar de un andamiaje cotidiano que nos implica múltiples responsabilidades y nos expone, cuerpo a cuerpo, a problemáticas complejas y a poblaciones cada vez más demandantes. Y aunque disfrutemos de nuestra tarea —y sea, al fin, la profesión que elegimos—, eso no nos vuelve inmunes al desgaste propio del oficio, ni compensa, en muchos casos, la falta de condiciones laborales adecuadas para ejercerlo.

Lejos de creernos el centro del mundo —y más bien empatizando con otras profesiones que también requieren un alto grado de involucramiento—, nuestra labor como educadores y educadoras sociales, y particularmente la de quienes trabajan en atención directa, nos coloca en la primera línea de fuego frente a situaciones marcadas por la vulnerabilidad social y emocional de nuestros educandos y sus contextos.


Lo que nos insume muchas veces nos consume. Y la escasa o nula visualización institucional de esta problemática, suele dejarnos sin herramientas para afrontar el agotamiento que genera tal exposición.

Recuerdo una salida didáctica con un grupo de estudiantes a una reconocida fábrica de alfajores. Allí, el guía nos explicaba que el estrés derivado del trabajo repetitivo en el envasado se contrarrestaba con acciones como la rotación de personal, pausas regulares y hasta cambios en la ambientación del espacio: colocaron pisos verdes porque, según el reiki, este color alivia la fatiga ocular, disminuye la tensión e induce a la relajación.

Si pensamos cómo amortiguamos, desde nuestro rol, los efectos desgastantes del quehacer cotidiano, casi no encontramos respuestas consensuadas que se traduzcan en un protocolo de cuidado —por llamarlo de algún modo—. Lo que prevalece, más bien, son intentos aislados: a veces desde los equipos, pero mayormente desde cada educador/a, que intenta protegerse como puede a través de estrategias individuales. Y lejos de establecer un paralelismo entre ambas actividades —la educativa y la fabril—, ¿cuánto más debiera considerarse el cuidado cuando trabajamos con personas y no con productos?

No podemos obviar que formamos parte, en su mayoría, de programas o proyectos que exigen resultados cuantitativos muchas veces divorciados de la realidad posible. En ese marco, debemos asumir más casos, más carga horaria, más tareas... pero con menos recursos. Y aunque podemos mucho, a veces —y de forma ingrata— pareciera que no es suficiente desde lo cualitativo y lo humano.

Y si algo podemos —y es central—, es establecer vínculos. Ese vínculo que se construye con el otro/a, que habilita y da sentido a la relación educativa. Pero es, precisamente, ante ese lazo —cada vez más intenso por la vulnerabilidad de quien tenemos enfrente—, que nos vamos consumiendo emocionalmente.

Tampoco nos son ajenas las condiciones materiales en las que desarrollamos nuestra tarea: jornadas extensas, sueldos básicos que empujan al multiempleo, escasas oportunidades de crecimiento profesional y grandes dificultades para continuar formándonos. Rara vez se nos brindan incentivos, ya sean económicos o motivacionales, para capacitarnos, evaluar o sistematizar nuestras experiencias. Cualquier esfuerzo en ese sentido depende, una vez más, del camino artesanal que cada educador/a logre trazar por sí mismo/a.

Cuando estas tensiones no encuentran un cauce adecuado, emergen formas de cansancio sostenido, frustración, pérdida de sentido, sensación de que lo que se hace no es valioso. Todos ellos síntomas compatibles con el estrés crónico y el conocido Síndrome de Burnout.

Si bien durante nuestra formación adquirimos herramientas que nos permiten afrontar ciertas vicisitudes, no siempre son suficientes si no están acompañadas de una adecuada contención laboral y de una conciencia institucional de que se trata de un tema que merece atención y abordaje.

Mientras seguimos apostando a la dignificación de nuestras condiciones profesionales y laborales, es fundamental sostener prácticas que nos protejan y nos permitan mantener un vínculo educativo de calidad con nuestros/as educandos.

Desde mi experiencia profesional, creo necesario propiciar espacios cotidianos donde podamos compartir y canalizar nuestras vivencias a través de la palabra. Y, si estos espacios no están dados, al menos intentar preservarlos en lo cotidiano, incluso en lo informal.Si no hay equipo, que haya algún/a compañero/a. Y si no hay compañeros/as, que existan colegas capaces de empatizar con nuestra práctica, brindándonos una mirada profesional que nos ayude a sobrellevar estos momentos y a evitar el aislamiento.

Desde el plano cognitivo, herramientas como la escritura terapéutica, los cuadernos de registro, los diarios personales o cualquier técnica que nos permita reformular los problemas desde otra óptica, resultan muy valiosas. También lo es la organización, el fortalecimiento de redes que amplíen nuestra perspectiva y, sobre todo, la posibilidad de mantener una distancia saludable que nos permita reconocer los límites reales de nuestro accionar.

En el plano personal, el desafío es aún mayor: lograr desconectarnos del trabajo, no llevar a casa aquello que solo debe resolverse en lo laboral. Porque si ya es exigente en sí mismo, no podemos dejar que nos demande también fuera de ese ámbito. Para seguir disfrutando de nuestro ser educadores/as, también debemos cuidar nuestro ser persona. Y eso implica buscar el equilibrio entre las distintas áreas de nuestra vida: hacer cosas que nos hagan bien, que nos diviertan, que nos motiven. Vincularnos con personas ajenas a nuestro quehacer cotidiano, para evitar que un solo rol —tan importante, sí— se convierta en el único que nos define.

No existen recetas infalibles, claro está. Pero sí consejos honestos que cada quien deberá evaluar según su propia realidad. Lo cierto es que el autocuidado, en tiempos de urgencia, sobrecarga, desgaste y complejidad, es un acto de resistencia y de dignidad. Es preservar nuestra salud mental, nuestra integridad… y, sobre todo, la alegría de seguir acompañando el acto de educar.

Ed Social Marianella Gayula


Referencias





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