Como educadores y educadoras, tenemos muy presentes las fortalezas del juego como herramienta pedagógica. Sabemos de su importancia en cada etapa del desarrollo del niño, la niña y el/la adolescente, y no es raro que observemos —con cierta nostalgia— cómo su valor va perdiendo peso a medida que nos acercamos a la vida adulta, donde, bajo la influencia de otros factores, solemos olvidarnos de jugar.
Durante los primeros pasos de nuestra formación profesional, solemos redescubrir nuestra faceta lúdica e incursionar en diversos talleres y propuestas vinculadas al juego. Sin dudas, se trata de una de las ofertas más ricas y atractivas dentro de la formación complementaria. Sin embargo, en el transcurso de nuestra práctica laboral, otras herramientas comienzan a ocupar un lugar prioritario y, con el tiempo, lo lúdico se va relegando a un segundo plano, o bien se utiliza únicamente con fines pedagógicos específicos, dejando de lado algo fundamental: el placer de jugar por jugar.
Hace pocos días participé en un encuentro que comenzó con una exposición formal, proyectando diapositivas frente a un auditorio silencioso y correctamente sentado. Pero la segunda parte, centrada en la expresión lúdica, fue transformando de a poco el ambiente. Juegos simples dieron paso a propuestas más osadas, y lo que era un grupo de asistentes atentos, se convirtió en un grupo de personas que, entre risas, jugaban a ser “heridos” que debían ser rescatados por cuadrillas improvisadas. En cuestión de minutos, me vi llevada en andas por un grupo de desconocidos, y luego yo misma cargando a otros, envueltos en dinámicas desopilantes que jamás hubiese imaginado al inicio de esa jornada. Lo lúdico lo transformó todo.
Es cierto que mucho depende del ámbito laboral donde desarrollamos nuestra práctica. Algunos espacios incorporan naturalmente el juego como herramienta central. Pero para quienes transitan contextos que dejan poco margen a estas propuestas, conviene recordar siempre que el juego no solo tiene valor, sino beneficios comprobados para el desarrollo infantil y adolescente: favorece la socialización, la psicomotricidad, la inteligencia, la afectividad, la creatividad, la imaginación y, por supuesto, la diversión. Y esa última —aunque a veces la pasamos por alto— es fundamental.
Ahora bien, ¿qué pasa con l@s adult@s? Si los beneficios del juego están tan claros para nuestros educandos, ¿por qué no pensamos en nosotros mismos como sujetos lúdicos? La diversión en la adultez suele estar cargada de culpa. El tiempo libre debe ser “productivo”, y jugar se percibe, muchas veces, como una pérdida de tiempo. Incluso si quisiéramos retomarlo, no siempre sabemos por dónde empezar.
El psiquiatra Stuart Brown, fundador del National Institute for Play, recomienda viajar a la infancia y recuperar aquellas actividades que nos hacían felices: colorear, pintar, bailar, jugar a la pelota, disfrazarse, armar cosas, inventar historias, jugar juegos de mesa. Según él, cada persona tiene una “personalidad lúdica”, y por tanto, diferentes tipos de juego nos resultarán más o menos atractivos. Lo importante es encontrar ese espacio que nos divierta y nos conecte con el disfrute.
El juego reduce el estrés, mejora el estado de ánimo, estimula el sistema inmunológico, fortalece los vínculos, aumenta la energía y dispara la creatividad. Más que suficientes razones para volver a incluirlo en nuestras rutinas, y permitirnos —sin excusas— volver a jugar.
“Es en el juego y solo en el juego que el niño o el adulto, como individuos, son capaces de ser creativos y de usar la totalidad de su personalidad. Y solo al ser creativo el individuo se descubre a sí mismo.”D. W. Winnicott